AudioRelato Gratis | Atardecer un relato de Saki

Atardecer | Saki

«Atardecer» de Saki narra la experiencia de Norman Gortsby, sentado en un banco de Hyde Park al anochecer, reflexionando sobre los derrotados de la vida. Un joven se sienta junto a él, contando una historia de haber perdido su hotel y dinero, pidiendo ayuda. Gortsby, inicialmente escéptico, encuentra una pastilla de jabón que el joven había mencionado perder, lo que le convence de la veracidad de su historia. Gortsby le presta dinero, pero al final descubre que el jabón pertenecía a otro hombre, dándose cuenta de que había sido engañado por una historia convincente. La historia explora temas de credulidad, desesperación y el arte del engaño en el contexto urbano y crepuscular de Londres.

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Atardecer

Saki


Norman Gortsby estaba sentado en un banco del parque dando la espalda a una franja de césped con arbustos, cercada por las barandillas del parque, con el Row delante de él, al otro lado de un ancho camino para carruajes. Hyde Park Corner, con el estruendo y los bocinazos del tráfico, se encontraba inmediatamente a su derecha. Eran las seis horas y treinta minutos de una tarde de principios de marzo y el crepúsculo había caído sobre la escena; un crepúsculo mitigado por una débil luz de luna y muchos faroles callejeros. Había un gran vacío en el camino y la acera, aunque muchas figuras poco consideradas se movían silenciosamente a través de la penumbra o se perfilaban discretamente sobre un banco o una silla, apenas distinguiéndose de la oscuridad sombría en la que estaban sentados.

La escena complacía a Gortsby y armonizaba con su actual estado mental. Para él el crepúsculo era la hora del derrotado. Los hombres y las mujeres que habían luchado y perdido, que habían ocultado lo más lejos posible de la visión de los curiosos sus fortunas derribadas y sus esperanzas muertas, surgían en esta hora del anochecer, cuando las ropas raídas, los hombros caídos y la mirada infeliz podían pasar desapercibidos, o en todo caso no ser reconocidos.

Un rey que ha sido vencido verá miradas extrañas, así de amargo es el corazón del hombre.

Los que paseaban al anochecer no querían que les vieran ojos extraños, y por eso salían así, como los murciélagos, complaciéndose tristemente en una zona de placer que se había vaciado de sus ocupantes por propio derecho. Al otro lado de la pantalla protectora de los arbustos y la empalizada estaba el reino de las luces brillantes y el ruido, el tráfico de la hora punta. Una extensión refulgente de numerosos pisos de ventanas brillaba entre la oscuridad y llegaba casi a dispersarla, evidenciando las moradas de aquellas otras personas que mantenían su lucha por la vida, o que por lo menos no habían tenido que admitir el fracaso. Así se representaba las cosas la imaginación de Gortsby mientras permanecía sentado en su banco en un pasillo casi desértico. Su estado de ánimo le llevaba a contarse entre los derrotados. Los problemas de dinero no le agobiaban; de haberlo deseado, habría podido caminar por las calles públicas de la luz y el ruido, ocupando su lugar entre las filas apretadas de aquellos que disfrutaban de la prosperidad o se esforzaban por ella. La ambición en la que había fracasado era más sutil, y por el momento su corazón estaba herido y desilusionado, por lo que no dejaba de tener una inclinación a obtener un cierto placer cínico observando y etiquetando a los otros paseantes cuando seguían su camino por las franjas oscuras, entre los faroles.

En el banco, a su lado, se sentaba un caballero anciano con un aire marchito de desafío que era, probablemente, el único vestigio de autorrespeto de una persona que ya había dejado de desafiar con éxito a cualquier persona o cosa. No es que pudiera decirse que sus ropas eran andrajosas, al menos pasaban revista en la penumbra, pero la imaginación no podía representarse a esa persona embarcada en la compra de una caja de bombones de media corona, o dando nueve peniques por un ramillete de claveles. Pertenecía inequívocamente a esa orquesta abandonada con cuya música nadie baila; era uno de esos habitantes del mundo cuyos lamentos no producen lágrimas como respuesta.

Al levantarse para irse, Gortsby lo imaginó regresando a un círculo familiar en el que era desairado y no se le tenía en cuenta, o a un alojamiento inhóspito en el que su capacidad para pagar la factura semanal era el principio y el fin del interés que inspiraba. Al retirarse, la figura desapareció lentamente en las sombras, siendo casi inmediatamente ocupado su puesto en el banco por un hombre joven, bastante bien vestido, pero cuyo semblante apenas era más alegre que el de su predecesor. Como poniendo de relieve el hecho de que no le iba muy bien en el mundo, al dejarse caer en el asiento el recién llegado lanzó una palabrota colérica y bien audible.

—No parece estar usted de muy buen humor —observó Gortsby considerando que el otro esperaría que su demostración hubiera sido debidamente percibida.

El hombre joven se volvió hacia él con una mirada de encantadora franqueza que le hizo ponerse inmediatamente a la defensiva.

—No estaría usted de muy buen humor si se encontrara en el mismo aprieto que yo —contestó—. He hecho la cosa más estúpida de toda mi vida.

—¿Sí? —preguntó Gortsby sin mucho apasionamiento.

—Llegué esta tarde con la pretensión de quedarme en el Patagonian Hotel de Berkshire Square —siguió diciendo el joven—, y al llegar allí descubrí que había sido derribado hace unas semanas porque piensan construir allí una sala de cine. El taxista me recomendó otro hotel que estaba un poco lejos y allí fui. Envié una carta a los míos dándoles la dirección y luego fui a comprar un poco de jabón, pues había olvidado meterlo en la maleta y odio utilizar el jabón de hotel. Después salí a pasear un rato, me tomé una copa en un bar y miré las tiendas, y cuando quise darme la vuelta para dirigirme al hotel me di cuenta de pronto de que no me acordaba de su nombre, ni siquiera de la calle en la que estaba. ¡Bonita situación para alguien que no tiene ningún amigo o conocido en Londres! Desde luego puedo telegrafiar a los míos para que me den la dirección, pero mi carta no les llegará hasta mañana; entretanto estoy sin dinero, pues salí con un chelín que gasté en comprar el jabón y pagar la bebida, y aquí estoy, deambulando por ahí con dos peniques en el bolsillo y sin un lugar donde pasar la noche. —Tras contar la historia se produjo una pausa elocuente, antes de proseguir—: supongo que pensará que le he contado una historia imposible —añadió el joven con un indicio de resentimiento en su voz.

—No del todo imposible —contestó Gortsby juiciosamente—. Recuerdo que me pasó exactamente lo mismo en una capital extranjera, y en aquella ocasión éramos dos, lo que hace que la situación fuera más notable. Por fortuna, recordamos que el hotel estaba en una especie de canal, y cuando dimos con el canal fuimos capaces de encontrar el camino de regreso al hotel.

El joven se animó con ese recuerdo.

—En una ciudad extranjera no me preocuparía tanto. Siempre se puede ir al cónsul para solicitarle la ayuda necesaria. Pero aquí, en tu propio país, te encuentras mucho más abandonado si te ves en un aprieto. A menos que pueda encontrar un tío decente que se trague mi historia y me preste algún dinero, me parece que tendré que pasar la noche tirado por ahí. De cualquier manera, me alegra que no considere usted que la historia es absolutamente improbable.

Puso bastante calidez en este último comentario, como indicando quizás la esperanza de que Gortsby no careciera de la necesaria decencia.

—Desde luego, el punto débil de su historia es que no puede enseñarme el jabón.

El joven se enderezó inmediatamente, se tocó los bolsillos del abrigo y se puso en pie de un salto.

—Debo haberlo perdido —murmuró colérico.

—La pérdida de un hotel y una pastilla de jabón en la misma tarde sugiere un descuido deliberado —comentó Gortsby, pero el joven apenas se quedó para escuchar el final del comentario. Se alejó por el camino, manteniendo la cabeza alta, con la actitud de alguien cuya confianza está algo perdida.

—Fue una pena —musitó Gortsby en voz baja—. El hecho de haber salido a comprar el jabón fue el único toque convincente de toda la historia, sin embargo fue ese pequeño detalle el que le perdió. Si hubiera tenido la brillante previsión de hacerse con una pastilla de jabón, envuelta y anudada con toda la solicitud del vendedor, habría sido genial en su campo particular. Pues en ese campo, ser un genio consiste ciertamente en tener una capacidad infinita para tomar precauciones.

Reflexionando así, Gortsby se levantó para irse, pero al hacerlo se le escapó una exclamación de preocupación. En el suelo, al lado del banco, había un pequeño paquete ovalado envuelto y atado con la solicitud de un dependiente. No podía ser otra cosa que una pastilla de jabón, que evidentemente se le había caído al joven del bolsillo del abrigo cuando se agachó para sentarse. Un momento después Gortsby escudriñaba el camino envuelto en sombras buscando con ansiedad una figura juvenil con un abrigo ligero. Casi había abandonado la búsqueda cuando le vio de pie y falto de decisión al borde de un camino de carruajes, inseguro evidentemente de si cruzaba el parque o se metía en las atestadas aceras de Knightsbridge. Se dio la vuelta con un aire de hostilidad defensiva cuando vio que Gortsby le llamaba.

—La pieza clave de la autenticidad de su historia ha aparecido —dijo Gortsby tendiéndole la pastilla de jabón—. Debió caérsele del bolsillo del abrigo cuando se sentó. La vi en el suelo nada más irse usted. Debe excusar mi incredulidad, pero las apariencias estaban en su contra, mientras que ahora, apelando al testimonio del jabón, creo que debo atenerme al veredicto. Si el préstamo de un soberano le es de alguna utilidad…

El joven eliminó presuroso cualquier duda sobre el tema al meterse la moneda en el bolsillo.

—Ésta es mi tarjeta con la dirección —siguió diciendo Gortsby—. Cualquier día de esta semana servirá para devolver el dinero, y aquí está el jabón… no lo vuelva a perder; ha sido un buen amigo para usted.

—Fue una suerte que lo encontrara —dijo el joven, y luego, con la voz entrecortada, murmuró una o dos palabras de agradecimiento y desapareció en la dirección de Knightsbridge.

—Pobre muchacho, estuvo muy cerca de venirse abajo — dijo Gortsby para sí mismo—. Pero no me sorprende; el alivio de su apuro debe haberle resultado demasiado poderoso. Es una lección para mí, para que en el futuro no sea demasiado listo al juzgar por las circunstancias.

Cuando Gortsby rehizo sus pasos y cruzó junto al banco en donde había tenido lugar el pequeño drama, vio a un caballero anciano que buscaba y escudriñaba debajo del banco y a los lados, reconociendo enseguida a su antiguo ocupante.

—¿Ha perdido algo, señor? —preguntó.

—Así es, caballero, una pastilla de jabón.

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